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El interés creciente de los artistas por la representación veraz de la realidad desde mediados del siglo XIX (lo que no implica, salvo excepciones contadas, una militancia ideológica de contenido social) les llevaría a prescindir de todas las convenciones sobre temas y modos de representación que imperaban en el arte del Renacimiento.
El impresionismo representa un renovado impulso a la visión realista de la pintura. En esta línea, la imagen de la mujer en el arte experimenta un cambio radical. La camarera, la costurera, la bailarina, la prostituta… Todos los perfiles populares de mujeres cobran protagonismo como parte intrínseca de la sociedad, su dinámica y su paisaje; ya no esa dicotomía entre la santa y la puta en la que se había convertido la mujer en la representación tradicional del arte. Y no es que Lautrec fuese una especie de ejemplo del igualitarismo, sino que no le interesaba en absoluto la distinción social, aunque es posible que tal actitud fuese un lujo que él se podía consentir por pertenecer a una de las más rancias familias nobles de Francia.
Lo que finalmente consigue Lautrec es ofrecernos el retrato más completo y fiel que ha dado el arte del ejercicio de la prostitución en todas sus dimensiones, salvo la parte carnal del oficio; nos ofrece lo que no se ve: su realidad.
Esta obra del genio del postimpresionismo es una de las 16 pinturas que le encargó en 1892 el propietario del prostíbulo de la rue d’Ambroise para decorar el salón principal. Varias de estas pinturas representan sin pudor el lesbianismo como algo erótico, pero a la vez tierno, con enorme naturalidad y evidente simpatía por las retratadas. Más que deseo sexual lo que transmite es ternura.
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BIBLIO:
Toulouse-Lautrec y la imagen de la mujer
John Berger: Modos de ver, capítulo 2 (*)